Teología del pluralismo religioso

Prólogo de Andrés TORRES QUEIRUGA

 

   
 

La pluralidad de las religiones, en un mundo en trance de unificación tan acelerada como jamás había conocido la historia humana, nos coloca a todos, creyentes y no creyentes, ante una de las tareas más urgentes y decisivas. Ya no caben ni la ignorancia mutua ni la distancia indiferente. El contacto resulta continuo y el contraste, inevitable. Como Karl Jaspers decía de las situaciones-límite, eso no podemos cambiarlo: lo que está en nuestras manos es modificar y configurar la propia actitud. El futuro dependerá, en efecto, del modo como logremos afrontar su desafío. Y su oportunidad.

De hecho, basta con una mirada sobre nuestro mundo para percatarse de lo que está en juego. Nada menos que la comprensión de lo religioso como tal, en primer lugar. No sólo aparece cuestionada la verdad específica de la religión propia, que ha dejado de ser la “única” y está muy escarmentada de todo exclusivismo, etnocentrismo o pretensión de privilegio; sino también la verdad de la religión en si misma, amenazada por su misma pluralidad, disparidad y contradicción. En juego está la misma convivencia, pues sería inhumano vivir al lado de personas que, por muy distintas que sean sus ideas, esperanzas o prácticas religiosas, se remiten en definitiva al mismo Misterio que a todos nos funda y envuelve. Cabe incluso, finalmente, temer por la misma pervivencia, en un mundo donde lo religioso, llamado a ser paz y concordia, se convierte demasiadas veces en pólvora y espada: lo muestra cada día el horror de los conflictos armados y lo recuerda el motto de Hans Küng, afirmando que no puede haber paz entre las naciones, si no la hay entre las religiones.

Esta larga y un tanto solemne consideración intenta servir de pórtico sensibilizador para un libro que se ha tomado con seriedad el desafío. Lo hace con inteligencia y corazón: con esa inteligencia cordial tan propia de la genuina reflexión teológica.

La cordialidad salta de entrada a la vista, como generosa apertura al otro y a lo otro, huyendo de todo asomo de privilegio y con clara repugnancia ante cualquier signo de imposición. De ahí la decidida simpatía y la clara opción por la perspectiva pluralista. Muy inspirado en las propuestas de John Hick, pero sin someterse sin más a ellas, José María Vigil aboga por una visión de lo religioso que religa inmediatamente con Dios a toda persona y a toda cultura, sin “elecciones” favoritistas o privilegios arbitrarios. Con un realismo histórico que trata de ver a cada religión naciendo por sí misma de la común raíz divina; aunque, naturalmente, eso no niegue el influjo y el interinflujo, la ayuda y la crítica, la comunión y la colaboración, entre las distintas tradiciones.

El cristianismo es así confesado con gozo y vivido en entrega, sin que para ello necesite agarrarse a proclamas de unicidad ni a pretensiones de exclusividad. Todo lo que en él —gracias sobre todo a la palabra, la vida, la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret— es descubierto como esperanza y liberación o vivido como hondura, definitividad y grandeza, no se considera posesión exclusiva, sino don a compartir, que ni niega ni cuestiona las riquezas de los demás; ni, por supuesto, se cierra a dejarse fecundar por ellas. La generosa acogida de la inreligionación sirve de categoría mediadora, que posibilita una comunión sin renuncia a lo propio y sin negación de lo ajeno.

Claro está que esa actitud cordial obliga al autor a ser muy consciente de la revolución teórica que supone asumir en toda su consecuencia esta limpia actitud del corazón. Verdaderamente la nueva situación emplaza a la teología para que repiense muy a fondo todos sus temas fundamentales, con la aventura y el riesgo que implica siempre adentrarse, como el marino portugués, “por mares nunca antes navegados”.

No basta, aunque sea necesario y así lo hace el autor, revisar la historia del problema y la misma historia del cristianismo, con sus luces magníficas y sus sombras terribles. Se impone pensar de nuevo, apoyándose en una hermenéutica actualizada y atendiendo a la plural llamada de las distintas religiones, conceptos tan graves y decisivos como el de la revelación y la verdad religiosa. Es preciso replantear de raíz —con la amplia remodelación de mentalidad y de prácticas que eso implica— el problema de la misión. La misma figura de Cristo, tan decisivamente central para la especificidad cristiana, pide ser enmarcada en un teocentrismo fundamental que haga justicia a la presencia salvadora de Dios en las demás religiones. Una simple ojeada al índice mostrará enseguida al lector o a la lectora la riqueza y amplitud del tratamiento.

Lo excelente del mismo —tal vez el mayor mérito del libro— es que, a pesar de tan amplia complejidad, el autor haya logrado una exposición clara, graduada y llena de matices, que excluyen todo tipo de simplificación apresurada. En cada paso del camino reflexivo, sabe graduar la información, buscando dar palabra inteligible y resonancia cordial a cuestiones por veces muy sutiles. Algo que por lo demás era de esperar para cualquier conocedor de sus libros anteriores. La calidad pedagógica de José María abre aquí el entero abanico de sus posibilidades.

No se trata, por tanto, de mera retórica cuando el libro se presenta como “curso sistemático de teología popular” . Popular, debo aclarar inmediatamente, por esa claridad y por su sentido práctico y realista, no por carencia de hondura o de información suficiente. Su conocimiento de la bibliografía sobre el tema sorprenderá incluso más de una vez a los especialistas (desde España, además, con el añadido de que presta una atención mayor de la acostumbrada entre nosotros a las publicaciones de lengua inglesa, tan rica en este problema). Si, finalmente, se tiene en cuenta que al ritmo de las lecciones va ofreciendo una auténtica antología de textos y ofreciendo pistas para el trabajo en grupo, el resultado es un verdadero instrumento de formación auténtica, crítica y reflexiva. Es decir, un libro que, sin ceder en el rigor, resulta accesible no sólo al “teólogo”, sino también al lector común no especializado, y puede por lo mismo ser utilizado como manual de estudio para grupos de formación en la pastoral ordinaria.

No es ajena a esta decidida actitud pedagógica la parresía evangélica, es decir, esa libertad de palabra que en un tiempo de pesado “silencio de la teología” resulta tan necesaria para hacer creíble la fe y alimentar una esperanza verdaderamente encarnada. Tiene, en este sentido, una especial frescura este libro que, como tantas otras llamadas, nos llega desde la América Latina. Sigue soplando aquí el aire liberador que viene a la vieja Europa cargado por la libertad, el compromiso y la energía que nacen del contacto vivo con las necesidades elementales, con el grito de la pobreza y la opresión. La realidad en carne viva no tolera palabras vacías ni miedos oficiales: exige el recurso a la libertad evangélica, en el seguimiento de aquel que no escondió la luz bajo el celemín ni ocultó en ambigüedades su mensaje a la ciudad de los seres humanos.
Clara, pues, y valiente la exposición, no ignorante de la revolución teológica que implica adentrarse por senderos tan escasa o, en ocasiones, incluso nulamente transitados. Pero, por eso mismo, abierta y en camino. No estamos ante una obra que intente presentarse como conclusa y acabada. Aparece, más bien, como investigación abierta, dispuesta al diálogo y consciente de la provisionalidad de sus propuestas. Sobra la lectura para mostrarlo con suficiente claridad. Encima, personalmente he tenido el privilegio de asistir en diálogo fraterno a su lucha, decidida y honesta, con algunas de las dificultades que a todos nos asaltan cuando nos asomamos a ese abismo insondable que es el proceso de la salvación de Dios en la historia humana; sobre todo, cuando nos acercamos, asombrados y agradecidos, a su decisiva manifestación en Cristo, sin por ello desconocer su presencia desbordante en otras figuras que han elevado y elevan la conciencia y la vida religiosa de la humanidad. De manera significativa, me escribía en una carta: “Creo que todos somos muy conscientes del ‘movimiento de perspectivas’ en que estamos inmersos. Es como cuando uno viaja y ve cómo el paisaje se estira, se curva, se encoge... y va desplegando ante nuestros ojos asombrados vistas nuevas, desconocidas... La humildad de saber que no podemos enquistarnos en posiciones cerradas, ya hechas, indiscutibles... es esencial. Para mí lo es, sinceramente”.

Bien sé que un prólogo se presta siempre a la retórica y a la exaltación amistosa. Pero creo que no exagero cuando afirmo que no es fácil encontrar un libro que, como este que desde su América de adopción nos entrega José María Vigil, abra tantas perspectivas teóricas e incida tan hondamente en los compromisos de la vida real.

   
 

Andrés TORRES QUEIRUGA
Santiago de Compostela
España


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